sábado, mayo 5
viernes, mayo 4
Consciencia
Nada mas ponzoñoso que el rencor,
ni mas doloroso que la impotencia;
llevamos lodo en las suelas
y un enorme vacio interior
ni mas doloroso que la impotencia;
llevamos lodo en las suelas
y un enorme vacio interior
Outcast
Remember how looked
unto me, saying: "You're one
of the greatest Outcast of yourselves"
Then Paradise was closing the doors
behind us, behind us just nothing at all.
Then Hell open their crushing rotten gates
lord of Hell laughed on us
saying:"You're all the greatest Outcast
of each creation"
Then Hell was behind us
no where to run, no where to lay
We are our own damned judges.
We, vempires, pigs, doves, dogs
and even worse from Humankind
We, soaking and sucking our own blood
eating our own shit,
flying our own putrid sky
fighting with in
and believing our own lies
Remember the sight
my heart saw
in the solitude of creation times,
Remember the lies
that my soul said
in the begining of the Universe
Remember how I condemned
to myself to be the Greatest Outcast
unto me, saying: "You're one
of the greatest Outcast of yourselves"
Then Paradise was closing the doors
behind us, behind us just nothing at all.
Then Hell open their crushing rotten gates
lord of Hell laughed on us
saying:"You're all the greatest Outcast
of each creation"
Then Hell was behind us
no where to run, no where to lay
We are our own damned judges.
We, vempires, pigs, doves, dogs
and even worse from Humankind
We, soaking and sucking our own blood
eating our own shit,
flying our own putrid sky
fighting with in
and believing our own lies
Remember the sight
my heart saw
in the solitude of creation times,
Remember the lies
that my soul said
in the begining of the Universe
Remember how I condemned
to myself to be the Greatest Outcast
miércoles, mayo 2
martes, mayo 1
lunes, abril 30
Fragmento de "Szczur (La rata / 1979)":
Oscuridad, oscuridad como después de nacer, oscuridad por todas partes. Entonces era todavía más oscuro: una barrera negra, infranqueable, separaba de la vida, del espacio, del conocimiento. Fuera de la oscuridad yo no conocía nada, al contrario que ahora, cuando dentro de mi cerebro se encienden las huellas de lo visto, restos de luz, fragmentos, vestigios, sombras.
Acuérdate bien de aquella primera oscuridad vista y retenida, evócala en su forma primitiva, primera, intenta reconstruir la trayectoria de tu vida, los acontecimientos, tus andanzas, tus huidas, tus viajes; desde el cálido vientre de tu madre, desde el primer y doloroso trago de aire, desde la primera sensación repentina de frescor, desde el corte del cordón umbilical y la delicada caricia de una lengua.
Recuerdo: alcantarillas, sótanos, semisótanos, azoteas, galerías, túneles, pasadizos, grietas, desagües, cloacas, fosas sépticas, cunetas, tuberías, pozos, contenedores y vertederos de basura, almacenes, despensas, gallineros, pocilgas, estables… El mundo de las ratas; la vida entre sombras, negrura y grisura, oscuridad, penumbra, crepúsculos y noches, lejos del día, de la luz, del sol cegador, del resplandor, de los rayos que horadan, de los espacios claros y deslumbrantes.
Lejos de la luz, cuando me orientaba sólo por el olor de la leche de las ubres hinchadas y por el calor del vientre, cuando los cerrados pabellones de mis orejas no dejaban pasar sonidos, vislumbré por primera vez a través de la fina membrana de mis párpados todavía unidos una luminosidad gris, una mancha más clara que la profunda oscuridad que me rodeaba. La luz de una bombilla, tal vez el reflejo de un rayo de sol que entraba en el sótano a mediodía a través del ventanuco, llegó de repente a mis ojos cerrados, despertó el primer presentimiento.
Una luz suave fascina, espolea, llama. Te separas de la glándula mamaria y te arrastras torpemente hacia la claridad.
Madre, con delicadeza, me agarra del pellejo con sus dientes, tira de mí, me coloca a su lado. Arrimado al cálido vientre te olvidas de la mancha grisácea. Te olvidas solo por un momento. Pronto vuelve la inquietud, vuelvo a ver un contorno borroso, me separo de nuevo y me arrastro hacia el túnel que une nuestro nido con el sótano.
Madre lame todo mi cuerpo con sumo cuidado, me lava con su lengua húmeda, me libra de las primeras pulgas que se han instalado ya en mis ingles.
No tengo muchos recuerdos de aquellos lejanos principios de mi conciencia, cuando aún no sabia que era una rata y cuando la imaginación, aun dormida, nada presentía y nada explicaba.
Además de la atracción hacia la luz, hacia toda claridad que atraviesa mis párpados, reacciono también a los chillidos penetrantes que emite madre. Estos, junto con el olor de las glándulas mamarias y la sensación del calor protector, atraen, enseñan, ordenan.
Mi oído aún no esta formado, mis orificios auditivos están todavía cerrados y solo parte de los sonidos llega a su interior. Pero el chillido de madre lo distingues enseguida, lo asocias con el calor, con el dulce sabor de la leche.
Mi piel desnuda, todavía rosada, se cubre poco a poco de una suave pelusa gris, lo noto, estoy cada vez más caliente. Ya no me da miedo quedarme tendido en una superficie descubierta.
Crezco, me vuelvo cada vez más fuerte. Consigo ser el primero en llegar al pezón lleno de leche e incluso apartar a los que se arrastran a mi lado. Los empujo, les cierro el paso y cuando se acaba la leche de una mama, con todo mi peso me traslado a la siguiente.
Como más que nadie, soy el más grande, los demás se someten a mí, ceden. Todos los días intento tenerme de pie sobre el duro suelo del nido, estirar mis torpes patas, débiles aun, moverme hacia delante y hacia atrás, caerme y levantarme. Cuando no lo consigo, llamo a madre con un chillido para que, agarrándome con los dientes por la cola o por la piel del pescuezo, tire de mí.
La necesidad de estar sobre una superficie firme donde aprender a andar empieza a ser tan fuerte como la necesidad de luz que tienen mis ojos, cerrados aún, pero cada vez más sensibles.
Aquí sobre el duro suelo del nido, noto las todavía débiles uñas, flexibles, elásticas, que brotan de mis garras y que me ayudan a levantarme.
Madre lava mi cuerpo con la lengua, recoge toda mi suciedad y mis heces, me libra de las molestas pulgas. Durante una de estas limpiezas se me abren los pabellones de las orejas. Me llegan de repente todos los sonidos que me rodean. El fragor de la llave de agua, el crujir de las escaleras, el gorgoteo de las tuberías, los chillidos de las demás crías, el lejano bullicio de la calle, el maullar nocturno de un gato, un torrente enorme de sonidos, ecos, vibraciones, traqueteos.
Aturdido, me voy a lo más hondo del nido, levanto la cabeza y pido auxilio. Por primera vez oigo nítidamente mi propia voz, un chillido agudo, penetrante. Hasta ese momento la percibía muy distinta, apagada, lejana como la voz de madre, la mas fuerte de todas. Ahora, entre los innúmeros sonidos que llegan de todos los lados, me parece débil y miserable. La luz que atraviesa mis párpados continua siendo un misterio inexplicado e inexplicable. Ahora todas la crías acuden hacia las manchas grises, rojizas y en esos momentos madre tiene muchos problemas con nosotros: nos vigila sin cesar y nos impide salir del nido. Le resulta particularmente difícil, ya que nuestras extremidades son cada vez más fuertes, y aunque torpe y lentamente, sabemos ya movernos por todo el nido. Madre, nerviosa, se tiende delante de la entrada e intenta cerrarnos el paso. Como podemos, trepamos por su lomo, nos arrastramos y nos acercamos a la claridad grisácea, tentadora, que vibra cada vez mas fuerte bajo los párpados. Alguna de las crías han desaparecido y, mientras que antes había empujones, tirones y peleas alrededor del vientre de madre, ahora cada uno tiene una mama para sí.
Quizá madre las haya matado a dentelladas si se empaparon de olor ajeno y perdieron el del nido; quiza hayan muerto de hambre y agotamiento por verse siempre apartadas de los pezones, o se hayan arrastrado por el pasadizo hacia la luz y las haya cazado un gato; quiza las haya robado otra hembra que ha perdido su prole…
Han quedado unos cuantos machos y hembras, en constante movimiento, cada vez más impacientes por su propia ceguera, torpeza, debilidad, inadaptación.
Reconocemos nuestro propio olor y el tacto de nuestros bigotes, esos pelos rígidos y sensibles que brotan a cada lado de nuestro hocico.
Los músculos de nuestros párpados, inmóviles hasta ahora, empiezan a contraerse, a moverse, a tensarse. Intento abrirlos, sepáralos, alzarlos.
Madre nos ayuda frotándonos y lavándonos la zona de los ojos con la lengua. Hacia la luz, con todas la fuerza hacia la luz.
Veo.
[…]
Padre trae cabezas de pescado con ojos saltones, tripas de gallinas, trozos de pan, despojos de carne.
A pesar de todo, nos falta comida. Crecemos y necesitamos cada vez más y, aunque todo lo que padre trae es concienzudamente molido por nuestros incisivos, empezamos a conocer el hambre. Al mismo tiempo madre pasa a tratarnos de manera distinta, no nos deja mamar y cada intento de acercarnos a sus pezones rebosantes de leche acaba en un doloroso mordisco en la nariz, la cola, la oreja.
Padre trae a la madriguera un ratón vivo. Recuerdo su chillido, mucho más débil que el de una rata. Parece que a padre le ha importado que llegara vivo a la guarida, porque lo llevaba con cuidado, como si fuera su propio hijo. Magullado y asustado, intenta soltarse, escapar, esconderse en un lugar inaccesible. Corre, salta, se sube por las paredes y, dándose finalmente cuenta que la única salida la tapa madre, intenta superar este obstáculo. Como una pelota, rebota en la pared opuesta y salta sobre el lomo de madre, que con una rápida dentellada le secciona la garganta.
Ahora bebe la sangre del ratóna gonizante y nosotros aspiramos el olor hasta ahora desconocido. Nos lanzamos, apartamos a madre, devoramos.
El sabor de aquel primer cuerpo vivo momentos antes lo recuerdo perfectamente, el calor y el gusto de la sangre fresca.
Padre trae otra criatura viva, un pájaro con un ala partida. Lo deja en el suelo con cuidado.
Asustado por la oscuridad y los murmullos, el pájaro quiere levantarse, salta, grita.
Nos acercamos hambrientos, olfateamos el pájaro que pía, le tiramos de las plumas, del pico, de las garras, mordemos la fina capa de plumón.
Arrimado a la pared, te inclinas sobre la cabeza que has logrado arrancar. Te lo comes todo, también huesos y cartílagos. Lo que más te gusta es la delicada masa oculta dentro del cráneo y los ojos, llenos de un liquido tibio y algo salado.
Estaba aprendiendo a matar, estuve aprendiendo durante toda mi vida.
Acuérdate bien de aquella primera oscuridad vista y retenida, evócala en su forma primitiva, primera, intenta reconstruir la trayectoria de tu vida, los acontecimientos, tus andanzas, tus huidas, tus viajes; desde el cálido vientre de tu madre, desde el primer y doloroso trago de aire, desde la primera sensación repentina de frescor, desde el corte del cordón umbilical y la delicada caricia de una lengua.
Recuerdo: alcantarillas, sótanos, semisótanos, azoteas, galerías, túneles, pasadizos, grietas, desagües, cloacas, fosas sépticas, cunetas, tuberías, pozos, contenedores y vertederos de basura, almacenes, despensas, gallineros, pocilgas, estables… El mundo de las ratas; la vida entre sombras, negrura y grisura, oscuridad, penumbra, crepúsculos y noches, lejos del día, de la luz, del sol cegador, del resplandor, de los rayos que horadan, de los espacios claros y deslumbrantes.
Lejos de la luz, cuando me orientaba sólo por el olor de la leche de las ubres hinchadas y por el calor del vientre, cuando los cerrados pabellones de mis orejas no dejaban pasar sonidos, vislumbré por primera vez a través de la fina membrana de mis párpados todavía unidos una luminosidad gris, una mancha más clara que la profunda oscuridad que me rodeaba. La luz de una bombilla, tal vez el reflejo de un rayo de sol que entraba en el sótano a mediodía a través del ventanuco, llegó de repente a mis ojos cerrados, despertó el primer presentimiento.
Una luz suave fascina, espolea, llama. Te separas de la glándula mamaria y te arrastras torpemente hacia la claridad.
Madre, con delicadeza, me agarra del pellejo con sus dientes, tira de mí, me coloca a su lado. Arrimado al cálido vientre te olvidas de la mancha grisácea. Te olvidas solo por un momento. Pronto vuelve la inquietud, vuelvo a ver un contorno borroso, me separo de nuevo y me arrastro hacia el túnel que une nuestro nido con el sótano.
Madre lame todo mi cuerpo con sumo cuidado, me lava con su lengua húmeda, me libra de las primeras pulgas que se han instalado ya en mis ingles.
No tengo muchos recuerdos de aquellos lejanos principios de mi conciencia, cuando aún no sabia que era una rata y cuando la imaginación, aun dormida, nada presentía y nada explicaba.
Además de la atracción hacia la luz, hacia toda claridad que atraviesa mis párpados, reacciono también a los chillidos penetrantes que emite madre. Estos, junto con el olor de las glándulas mamarias y la sensación del calor protector, atraen, enseñan, ordenan.
Mi oído aún no esta formado, mis orificios auditivos están todavía cerrados y solo parte de los sonidos llega a su interior. Pero el chillido de madre lo distingues enseguida, lo asocias con el calor, con el dulce sabor de la leche.
Mi piel desnuda, todavía rosada, se cubre poco a poco de una suave pelusa gris, lo noto, estoy cada vez más caliente. Ya no me da miedo quedarme tendido en una superficie descubierta.
Crezco, me vuelvo cada vez más fuerte. Consigo ser el primero en llegar al pezón lleno de leche e incluso apartar a los que se arrastran a mi lado. Los empujo, les cierro el paso y cuando se acaba la leche de una mama, con todo mi peso me traslado a la siguiente.
Como más que nadie, soy el más grande, los demás se someten a mí, ceden. Todos los días intento tenerme de pie sobre el duro suelo del nido, estirar mis torpes patas, débiles aun, moverme hacia delante y hacia atrás, caerme y levantarme. Cuando no lo consigo, llamo a madre con un chillido para que, agarrándome con los dientes por la cola o por la piel del pescuezo, tire de mí.
La necesidad de estar sobre una superficie firme donde aprender a andar empieza a ser tan fuerte como la necesidad de luz que tienen mis ojos, cerrados aún, pero cada vez más sensibles.
Aquí sobre el duro suelo del nido, noto las todavía débiles uñas, flexibles, elásticas, que brotan de mis garras y que me ayudan a levantarme.
Madre lava mi cuerpo con la lengua, recoge toda mi suciedad y mis heces, me libra de las molestas pulgas. Durante una de estas limpiezas se me abren los pabellones de las orejas. Me llegan de repente todos los sonidos que me rodean. El fragor de la llave de agua, el crujir de las escaleras, el gorgoteo de las tuberías, los chillidos de las demás crías, el lejano bullicio de la calle, el maullar nocturno de un gato, un torrente enorme de sonidos, ecos, vibraciones, traqueteos.
Aturdido, me voy a lo más hondo del nido, levanto la cabeza y pido auxilio. Por primera vez oigo nítidamente mi propia voz, un chillido agudo, penetrante. Hasta ese momento la percibía muy distinta, apagada, lejana como la voz de madre, la mas fuerte de todas. Ahora, entre los innúmeros sonidos que llegan de todos los lados, me parece débil y miserable. La luz que atraviesa mis párpados continua siendo un misterio inexplicado e inexplicable. Ahora todas la crías acuden hacia las manchas grises, rojizas y en esos momentos madre tiene muchos problemas con nosotros: nos vigila sin cesar y nos impide salir del nido. Le resulta particularmente difícil, ya que nuestras extremidades son cada vez más fuertes, y aunque torpe y lentamente, sabemos ya movernos por todo el nido. Madre, nerviosa, se tiende delante de la entrada e intenta cerrarnos el paso. Como podemos, trepamos por su lomo, nos arrastramos y nos acercamos a la claridad grisácea, tentadora, que vibra cada vez mas fuerte bajo los párpados. Alguna de las crías han desaparecido y, mientras que antes había empujones, tirones y peleas alrededor del vientre de madre, ahora cada uno tiene una mama para sí.
Quizá madre las haya matado a dentelladas si se empaparon de olor ajeno y perdieron el del nido; quiza hayan muerto de hambre y agotamiento por verse siempre apartadas de los pezones, o se hayan arrastrado por el pasadizo hacia la luz y las haya cazado un gato; quiza las haya robado otra hembra que ha perdido su prole…
Han quedado unos cuantos machos y hembras, en constante movimiento, cada vez más impacientes por su propia ceguera, torpeza, debilidad, inadaptación.
Reconocemos nuestro propio olor y el tacto de nuestros bigotes, esos pelos rígidos y sensibles que brotan a cada lado de nuestro hocico.
Los músculos de nuestros párpados, inmóviles hasta ahora, empiezan a contraerse, a moverse, a tensarse. Intento abrirlos, sepáralos, alzarlos.
Madre nos ayuda frotándonos y lavándonos la zona de los ojos con la lengua. Hacia la luz, con todas la fuerza hacia la luz.
Veo.
[…]
Padre trae cabezas de pescado con ojos saltones, tripas de gallinas, trozos de pan, despojos de carne.
A pesar de todo, nos falta comida. Crecemos y necesitamos cada vez más y, aunque todo lo que padre trae es concienzudamente molido por nuestros incisivos, empezamos a conocer el hambre. Al mismo tiempo madre pasa a tratarnos de manera distinta, no nos deja mamar y cada intento de acercarnos a sus pezones rebosantes de leche acaba en un doloroso mordisco en la nariz, la cola, la oreja.
Padre trae a la madriguera un ratón vivo. Recuerdo su chillido, mucho más débil que el de una rata. Parece que a padre le ha importado que llegara vivo a la guarida, porque lo llevaba con cuidado, como si fuera su propio hijo. Magullado y asustado, intenta soltarse, escapar, esconderse en un lugar inaccesible. Corre, salta, se sube por las paredes y, dándose finalmente cuenta que la única salida la tapa madre, intenta superar este obstáculo. Como una pelota, rebota en la pared opuesta y salta sobre el lomo de madre, que con una rápida dentellada le secciona la garganta.
Ahora bebe la sangre del ratóna gonizante y nosotros aspiramos el olor hasta ahora desconocido. Nos lanzamos, apartamos a madre, devoramos.
El sabor de aquel primer cuerpo vivo momentos antes lo recuerdo perfectamente, el calor y el gusto de la sangre fresca.
Padre trae otra criatura viva, un pájaro con un ala partida. Lo deja en el suelo con cuidado.
Asustado por la oscuridad y los murmullos, el pájaro quiere levantarse, salta, grita.
Nos acercamos hambrientos, olfateamos el pájaro que pía, le tiramos de las plumas, del pico, de las garras, mordemos la fina capa de plumón.
Arrimado a la pared, te inclinas sobre la cabeza que has logrado arrancar. Te lo comes todo, también huesos y cartílagos. Lo que más te gusta es la delicada masa oculta dentro del cráneo y los ojos, llenos de un liquido tibio y algo salado.
Estaba aprendiendo a matar, estuve aprendiendo durante toda mi vida.
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